El primer septenio del niño va desde el nacimiento hasta los siete años de vida. El niño pequeño absorbe con todo su ser, cualquier cosa que ocurre porque, todo él es un órgano sensorio, es decir, aprehende el mundo a través de la experiencia sensorial, no a través del intelecto, y de manera muy natural está unido con su entorno; todo lo lleva a su ser interior.
Rudolf Steiner descubrió que el ser humano aprende con las mismas fuerzas vitales con las que «edifica» su cuerpo físico, así que estas fuerzas no han de ser sustraídas de lo que constituye su tarea esencial cual arquitecto interno: Construir el cuerpo físico. Por esto, no trabajamos desde una prematura intelectualización, más bien, estructuramos rítmicamente unas actividades que contribuyen a fundamentar el desarrollo de su capacidad de voluntad. Estas actividades son artísticas, manuales y hogareñas.
Aproximadamente entre los 3 y 4 años de edad, en el niño preescolar afloran también las capacidades de imaginación y fantasía, ellas se desarrollarán plenamente a través del juego, que se cualificará y se intensificará a partir de ese momento. Del respeto hacia el juego infantil, depende el fomento de esas capacidades tan importantes en el adulto futuro. El juego es el «trabajo» del niño, favorecer este trabajo es nuestra meta más preciada, por eso también nuestros materiales han de ser los juguetes más sencillos y estéticos. El resguardar las diferentes etapas de la infancia de tanta sobreestimulación del entorno, fomentará de paso, la atención y la concentración prolongada, dos capacidades tan menguadas actualmente.